José Saramago, como
escritor, pensador y ser humano es a mi juicio sinónimo de sabiduría y perfección
y si no de perfección, sinónimo de algo que debe parecérsele muchísimo, cada una de sus
obras está magistralmente creada, desde su impecable narrativa y descripción
del ambiente y los personajes, hasta el
texto en sí mismo -que casi se sale de las páginas para invitar al lector a
hacerse con una idea propia respecto a lo que está leyendo y que trasciende
por mucho la historia contada-.
Tener el honor de leer a este señor, ha significado para mí, uno
de los más grandes placeres que he experimentado a lo largo de mi no muy larga
vida (valga la redundancia), si bien es cierto que me queda todavía mucho por
aprender y que considero que soy una absoluta ignorante en cuanto a lo que a
literatura se refiere, me aventuraría a decir, sin mucho temor a equivocarme,
que Saramago es y será siempre el mejor
escritor del planeta; me permito compartirles a continuación, parte del discurso
que este genio de las letras pronunció al recibir el nobel de literatura,
espero que lo disfruten tanto como yo lo hice.
José Saramago. Discurso de recepción del Premio Nobel, 1998.
"El hombre
más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las
cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras
de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la
media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían
de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después
del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en
la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos
abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la
noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro
de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los
llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos
libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen
carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos
procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era
proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la
vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas
veces a este mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la
tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces,
dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice
subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a
escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de
madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos
la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas
veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía:
"José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras
dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más
antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la
higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años
después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz
nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y
después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra
dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía
la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le
llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las
historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones,
asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra,
palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía
despierto, el mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba
cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a
medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más
demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y
después?" Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no
olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía
y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba
que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la
primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no
estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces
me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre
descalzo hasta los 14 años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de
la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al
lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía
delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido
bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella
siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no
alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con
el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con
dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este
mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también
ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada
una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando
las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas
palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No
dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y
continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese
recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la
belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya
habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con
cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la
vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo,
pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a
buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y
llorando porque sabía que no los volvería a ver."
El discurso
completo aquí:
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